5/06/2005

impotencia...

iba sentada en el auto, del lado del acompañante ventanilla baja..de tonta nomás porque no hacía calor pero con esto de que no fumo desde el 6 de abril, y 12minutos mmm me molesta el humo de los otros y por eso levantada estaba la ventana. semáforo en rojo y dos pibitos tirando de mi cartera..yo, la ganza, la tenía en las rodillas y ni me di cuenta de que venían. Resultado yo tirando y ellos tirando y parecíamos la propaganda de Copa y Chego o algo así que para demostrar que la tela era fuerte se veía con un perrazo de un lado tirando el trapo que no se rompía. Felizmente no tenían un revolver o un cuchillo porque sino me la hubiera ligado sin dudas porque en realidad siempre dicen que no hay que resistirse.. pero nadie sabe cómo reacciona en esos momentos. Yo reaccioné mal pero tuve suerte y más fuerza y nos fuimos a todo galope semáforo en rojo todavía, en fin que la inseguridad por estos lares es cosa bastante común y peligrosa. Eso sí no creo que haya que encerrarse eh! Porque sería darle el gusto a los que nos quieren asustar, tampoco deberíamos hacer el amor por miedo al sida o tampoco tendríamos que enamorarnos por el miedo a sufrir. Vivir hay que vivir y de la mejor manera posible y con libertad, con preocupación tal vez pero sin miedo que eso paraliza. Lo cierto es que esta situación medio violenta que me tocó vivir, me recordó este relato de Eduardo Galeano, que dice así:


El pánico y sus trampas...
Entre una punta y la otra, el medio. Entre los que viven prisioneros del desamparo y los que viven prisioneros de la opulencia, están los niños que tienen bastante más que nada,
pero mucho menos que todo.
Cada vez son menos libres los niños de clase media. Les confiscan la libertad, día tras día,
la sociedad que sacraliza el orden mientras genera el desorden.
En estos tiempos de inestabilidad social, cuando se concentra la riqueza y la pobreza se difunde a ritmo implacable,
¿quién no siente que el piso cruje bajo los pies?
La clase media vive en estado de impostura, simulando tener más que lo que tiene,
pero nunca le ha resultado tan difícil cumplir con esta abnegada tradición.
Está, hoy por hoy, paralizada por el pánico: el pánico de perder el trabajo, el auto, la casa, las cosas,
y el pánico de no llegar a tener lo que se debe tener para llegar a ser.
Nadie podrá reprocharle mala conducta.
La sufrida clase media sigue creyendo en la experiencia como aprendizaje de la obediencia,
y con frecuencia defiende todavía al orden establecido como si fuera su dueña,
aunque no es más que una inquilina del orden,
más que nunca agobiada por el precio del alquiler y el pánico al desalojo.

En el pánico, pánico de vivir, pánico de caer, cría a sus hijos.
Atrapados en las trampas del pánico,
los niños de clase media están cada vez más condenados a la humillación del encierro perpetuo.
En la ciudad del futuro, que ya está siendo presente,
los teleniños, vigilados por niñeras electrónicas, contemplarán la calle desde el balcón o la ventana: la calle prohibida por la violencia,
o por el pánico a la violencia; la calle donde ocurre el siempre peligroso, y a veces prodigioso, espectáculo de la vida.

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